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Inercia

Día 7.

– Oye. Hola.
– ¿Eh?
– Despierta. El desayuno.
– Ah. Hola. ¡Ouch!
(miradas cruzadas)
– Nunca me acuerdo.
– ¿Te ayudo?
– Mejor.

Nunca me acuerdo. Ese fue el comienzo. La conversación posterior, con el médico, hizo que todos respiraran de otra forma.

– ¿Qué tal estás hoy?
– Bien.
– ¿Qué tal has pasado la noche?
– Mejor que la de ayer. Me voy acostumbrando a dormir boca arriba. Pero todavía me cuesta.
– Eso está bien. Todavía tardarán en curar.
– ¿El qué?
– Tienes la caja torácica fracturada. Las costillas rotas. Has tenido suerte de que no hayan tocado nada.
– ¿Por qué?
– Se te paró el corazón y hemos tenido que reanimarte.

En ese momento no comprendí lo que me estaba diciendo. Mejor dicho, no comprendí realmente lo que me estaba diciendo. ¿Que se paró la máquina? ¿Por qué? El único pensamiento que me importaba, y al que era capaz de llegar con lo limitado del asunto, era a que las costillas rotas duelen incluso al respirar. Que hay que respirar bajito…

Fragmentos de realidad. Inconexos. Pero empezaba a recordar. Si alguien me ‘recordaba’. Si alguien me describía una escena del día anterior, con pelos y señales, volvía a aparecer en mi mente, como salida de la nada, y se recreaba. Una recreación difusa, borrosa. Y fui capaz una de las veces dar un detalle del que no habían hablado.
Mi madre se esmeró durante todo el día, con una sonrisa de felicidad y un brillo lloroso en los ojos, en intentar sacar trocitos poco a poco. Cada vez que intentaba ir un poco atrás en el tiempo patinaba. Sólo recordaba el día anterior. Algunos nombres, algunas personas… me eran familiares, pero eran sólo un vago recuerdo. Un «sí, me suena»… nada más.

No sé cuántas veces en los días anteriores (desde que volví a ser algo parecido a una persona) me habría explicado el médico lo que me había pasado. Por qué. O cualquier otra cosa que le hubiera preguntado.
Poco a poco. Esa era la clave. Un pasito detrás de otro. Sin forzar la máquina. A ver dónde conseguimos llegar.
Si se dice que un ser es consciente cuando es consciente de su propia vida, yo no lo fui hasta bastantes días más tarde. Aquí todavía era una máquina que se movía gracias a la fuerza de la inercia de toda una vida. No sé cómo era capaz de crear frases inteligibles. Ni sé cómo funcionaba en ese momento mi cerebro. Voy rescatando cosas, momentos, situaciones… entre lo que viví, lo poco que recuerdo, y lo poco (aún) que me han contado.
En un día como aquel, la ameba dejaba de ser un organismo unicelular, inerte, y se presentaba como un ser vivo capaz de interrelacionarse con su entorno. De la forma más precaria que existe. Pero en una situación surreal. Alguien, postrado en una cama, sin capacidad de movimiento. Sin recuerdos. Sin memoria. Sin ser realmente muy consciente de sí mismo. Pero con capacidad de comunicación básica, capaz de formar y articular palabras, frases, seguir una gramática… aunque a veces se quedara en blanco y las palabras se perdieran, intentando utilizar un vocabulario que normalmente estaría ahí, pero que ahora no está.

Inercia.

Desde que era muy pequeño el número 7 ha sido mi número de la suerte. Ahora también es naranja.



3 respuestas a «Inercia»

  1. Tu niño ya me ha dicho que se me está yendo la pinza con lo que escribo.

    Era parte del proyecto, así que seguiré. Después, leído de una vez, puede que resulte hasta interesante.
    🙂

  2. Pues yo no creo que se te esté yendo la pinza. Es bueno liberarse de ciertas cargas y estoy segura de que después todo junto va a ser MUY interesante.

    Un beso guapetón

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