Sevilla es una ciudad especial. No sólo tiene un color especial y un olor especial, aparte de las obras más especiales del mundo.
La gente de Sevilla, en general, es friki. Lo pude descubrir en el Salón del Manga, pero también lo veo día a día por la calle.
Si viviera en otra ciudad, estoy seguro de que el surrealismo no me acompañaría tan de la mano cada vez que piso la calle. Esta ciudad hace que el índice de bioxidad se dispare, y a veces es peligroso.
Está llena de razas y subrazas. Hace un tiempo hablamos de los minigóticos y resto de peña. Dentro de poco os contaré cosas de otras dos subrazas: los miarmeños y los trianeros (de la Triana profunda).
Pero Sevilla es particular. Es una ciudad que se paraliza totalmente cuando llega la semana santa. Que no está preparada para la avalancha de gente, pero que aún así sí tiene preparadas las calles. Y es ahí cuando te llevas el shock. En Semana Santa ¡quitan los semáforos y las cabinas de teléfono de las calles! y ¡cortan calles enteras y accesos principales! para poner palcos que cobra, además, no el Ayuntamiento, sino la Federación de Cofradías (Víctor me contó toda la historia una noche mientras comíamos guarraditas veganas de las suyas…). Pero no solo eso. El centro entero ¡está agujereado! para ¡poder encajar en los agujeros las vallas!
Esta ciudad tiene una dureza argumental que me supera muchas veces. Con esa y con mil cosas más.
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