Las normas del bushido son claras. Al nacer eliges tu camino. Puedes probar opciones. Cruces. Retroceder. Y volver a avanzar.
El camino es tortuoso. Complicado. Para llegar al buen fin.
Cuando eliges un camino honorable, no hay nada más humillante que la pérdida del honor. Y mucho más que eso, la vergüenza. La deshonra, hacia los demás y hacia uno mismo, es una falta a expiar.
Cuando llega el momento, tu compañero, tu más fiel amigo, sujeta tu arma más poderosa. Sostiene tu vida en sus manos. Complacido por tu confianza y por saber que él es el elegido para ese momento. Pero triste. Porque en sus manos tiene tu vida. Y una gran responsabilidad.
Entonces es cuando te arrodillas, mientras él se mantiene en pie. Con la poca dignidad que te queda, tu pequeño wakizashi, que tantas veces has intentado utilizar para obrar bien, se acerca a tu ingle. A la izquierda, a un centímetro bajo el ombligo, se clava irremediablemente atravesando piel, epidermis y dermis, hasta llegar a los órganos internos. La punzada es dolorosa, pero es sólo el principio. Ahora es cuando el wakizashi debe continuar su camino, de izquierda a derecha, cortando poco a poco carne y piel, y arrastrando y arrollando a su paso todas las entrañas. Pero sin tener todavía una vía para salir al exterior.
Es cuando el wakizashi vuelve hacia atrás en su camino, revolviendo aún más todos los órganos internos. Y, al llegar a la altura del ombligo, toma una trayectoria ascendente. Con fuerza, con decisión, agarras el puño con las dos manos y sigues el camino de la hoja hacia arriba, separando todo lo que encuentra a su paso, arrollándolo todo, hasta llegar al esternon.
Miras hacia abajo mientras sigues sosteniendo tu instrumento de muerte. En el suelo, frente a ti, está todo lo que eres. Lo que has sido. Y lo que ya nunca serás. Tu compañero observa. Cruzas una mirada con él mientras se dibuja en tu rostro una sonrisa de felicidad. Has vencido. No hay deshonra ni vergüenza. No hay malos sentimientos. Has llegado al final del camino.
Estás ante él. Ya no hay espejos. No hay falsos reflejos ni mentiras. Solos, tú y él. Solos, él y yo.
Puede verte tal y como eres. Tenía en sus manos el instrumento de tu destrucción, y no ha necesitado utilizarlo.
Es tu amigo. Tu compañero. Y ya nada puede haceros daño.
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