Hoy me apetece robar textos que no son míos. Soy un lector en silencio. Pero él siempre logra tocar, con sus palabras, mi corazón.
En el verano que ya no es, el MetrodeMadridVuela era un campo de pruebas nucleares koreano. Las líneas que no estaban cerradas por obras también estaban en obras y nosotros, la manada sudorosa de mortales abonados, nos veíamos obligados a buscar rutas alternativas dia sí dia no, sorteando humaredas de polvo, taladros y soldadores, como si en vez de ir al tajo fuéramos sufridos concursantes de una gymkhana municipal.
Así llegué una tarde a una estación pegajosa y vacía de la línea circular, donde los trenes giran sin rumbo haciendo círculos una y otra vez. Me pegué al borde del andén, buscando borrones en la línea del suelo que delataran el lugar donde la puerta del vagón habría de detenerse. Pero el tren se demoraba, y la gente se fue acumulando a mi espalda a lo largo de la estación, bajo la lluvia blanca de neón que nos convertía a todos en enfermos de hospital.
Y yo venga a mirar el boquete negro; siempre me quedo embobado observando los primeros reflejos de los faros de los trenes que descubren los brillantes rieles atrapados en la bóveda, oscura y muerta hasta ese instante. Pasó una eternidad y la luz apareció, como primera invitada de una fiesta que precede, como en cualquier túnel rectilíneo, a la ola de aullidos que traen las ruedas al chirriar sobre las vías. Y entonces, antes de que pudiera expulsar el aire que acababa entrar en mis pulmones, un tren vacío recorrió la estación sin detenerse, a la velocidad del sonido que arrastraba, como espíritu errante que flota por encima de los rieles. Testigo de excepción pegado al borde del andén, dejé que el revuelo de su brisa me despeinara, hipnotizado por el parpadeo de luces blancas que despedían los vagones. Sin decirme nada al oído, el tren fantasma de la línea 6 volvió a perderse en la negrura del subsuelo de Madrid. Sólo por el hecho de sentirme abandonado, me dejó con el deseo de seguirle a donde fuera.
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