Hace muchos años, cuando era pequeño y aún estaba en el colegio, uno de mis maestros hizo un pequeño intento de explicarme qué era la política. Quizá fue un intento vano. Quizá incompleto. Pero lo que sí es verdad es que a esas edades, cuando te enseñan algo en el colegio, todo es ‘incompleto’, verdades a medias, pero te van creando poco a poco la base para todo lo que tiene que llegar después.
No recuerdo nada de cómo me la definieron, pero sí recuerdo que me quedé con la sensación de que era una buena idea.
Ya en el instituto, más crecido uno, la definición se completaba. Ya no era política. Ahora sonaba más grande. Venía de los griegos. Y se llamaba Democracia.
– «Qué bien» – pensé. – «Ésto sí que funciona».
Cogí la definición, y me hice mi propia idea. Pensé en un hemiciclo (porque era la imagen que nos daban a todos por televisión y en los libros de texto). Pensé que todos aquellos cuadraditos, aquellas luces, cada uno representaban a una persona. Cada cuadradito, cada persona, era de un partido. Cada persona representaba a muchas personas, tenía una gran responsabilidad. Y con ellas consultaba cuando había que decidir cuestiones importantes.
¿Y qué pasaba cuando había que decidir algo?
En mi imagen mental, después de que me lo hubieran explicado, era algo que se discutía entre todos, algo en lo que todos daban su opinión y todos participaban, y donde todos (más importante) aportaban su experiencia y conocimiento. O de cómo una idea simple, con doscientas opiniones más, se puede convertir en algo elaborado al gusto de todos.
Quizá ser scout, estar en un sitio donde todo se hacía por consenso después de llegar a un acuerdo satisfactorio para todos, había afectado a mi capacidad de raciocinio.
Al cabo de los años me tocó votar por primera vez. Y recuerdo qué voté. Voté a un partido minoritario. Porque tenía el convencimiento, muy dentro, de que con sus ideas ‘un poco radicales’ serían capaces de dar ese pequeño matiz de viveza a todas las cosas que allí se discutirían durante cuatro años. Y ahí acabó todo.
Aprendí. ¿Qué aprendí?
– Que no hay muchos partidos políticos. Hay dos. Uno se llama después Gobierno, y el otro Oposición.
– El resto de partidos no importan. Son un cero a la izquierda si no tienen un número significativo.
– Las opiniones fuera de Gobierno y Oposición son inútiles.
Aprendí que en aquella cámara no hablaban, no discutían (discutir = hablar de algo con diferentes puntos de vista). No era un sitio donde todos hablaban y podían tener una opinión. Donde todos compartían sus inquietudes y hacían después lo mejor, pensando en el pueblo.
Aprendí lo que significaba lo que era ser ‘mayoría’.
Aprendí que aquello en lo que había creído desde pequeño, la Democracia, no existía.
La siguiente vez que me tocó votar me encontré con un problema, uno que muchos conocísteis si vivíais en España en aquella época (hace unos casi cuatro años). Fueron los años en los que descubrimos qué significaba tener mayoría absoluta y hacer las cosas por decreto. Un tiempo en que lo llamaban Democracia, pero que visto desde fuera parecía algo que se llamaba en los libros de historia totalitarismo.
Demos… kratos… ¿cómo era aquello? ¿Después de aquello alguien podría seguir creyendo en la política y en los políticos?
Promesas, promesas, promesas… hasta que tienen el poder. ¿Y cuando lo pierden? Promesas, promesas, promesas otra vez. Y parece que a la gente se le olvidó tener memoria. Que se les olvidó pensar. O que lo tienen ya demasiado asumido.
Aquella vez, sabiendo ya cómo funcionaba el sistema político, hubo que abogar por el voto útil. Y hubo que aprender que en España no debe existir la mayoría absoluta sea para el partido político que sea. Porque significa carta blanca para todo, y ya daremos explicaciones. Porque esa responsabilidad en este país no se sabe utilizar.
Ahora queda la duda. ¿Qué hacer en las próximas? Quizá, antes, sacar conclusiones.
– Tener cuidado a la hora de evaluar. Hemos aprendido a lo largo de la historia que los extremos se tocan, y que todo lo que tenga ‘extrema‘ en el nombre, sea derecha o izquierda, es siempre lo mismo. Radicalidad no. Todo en su justa medida.
– Expectativas reales. Ahí os remito a la gran iniciativa de Lo Prometido es Deuda, una de las mejores cosas que se han hecho en los últimos tiempos y que espero que se propague, y mucho.
– Tener memoria. No dejarnos llevar sólo por promesas electorales. Las palabras se demuestran con hechos. Y los hechos pasados hablan de las actitudes que toman cuando existen problemas de uno u otro tipo.
Por mi parte, tengo claro que el voto irá a un partido minoritario. Que se ajusta a mis ideas. Que promete poco, porque no puede prometer más. Pero lo que promete, lo cumple. Que quitará votos a los mayoritarios. Y quizá, así, sin ninguna mayoría aplastante, tengan que hablar entre ellos y gobernar entre todos.
Es gratis. Voy a seguir soñando.
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