Vivimos con la maldición de las enfermedades invisibles. Son esas que prácticamente no afectan a tu aspecto externo, pero que por dentro son tremendamente complejas. Tan complejas, que un solo evento aislado puede tirar por tierra meses, años de recuperación, y hacerte volver a la casilla de salida. Y, aún así, desde fuera se seguirá viendo lo mismo.
Somos muchos los que vivimos con ellas. Muchos los que las sufrimos en silencio. Porque, al ser crónicas, las reformulamos para convertirlas en características nuestras, algo con lo que tenemos que convivir. Algo a lo que no queremos darle más importancia de la que tiene, que no queremos que controle nuestra vida. Y a veces hasta las mantenemos en secreto. Porque vivimos en una sociedad con valores torcidos, y cuando necesitamos que los que están a nuestro alrededor sean empáticos, en un gran porcentaje de los casos sólo conseguimos algo que siempre intentamos evitar: la condescendencia.
Las estadísticas hablan de que sólo un 10% de la población nunca se ha desmayado o ha sufrido un desvanecimiento. Hemos vencido a la selección natural. Ahora vive más y mejor, y tiene mayor progenie, el que tiene más dinero. Y la medicina nos mantiene a muchos artificialmente con vida. Lo hace con tantos, que el lenguaje se ha ido modificando para que ya no se hable de discapacitados o minusválidos, sino de personas con diversidad funcional. Porque que no estén capacitados o no sean válidos para algo, no significa que no estén capacitados para otra cosa.
Vivo con una enfermedad invisible. No quiero tu condescendencia. Sólo quiero que lo entiendas.
Este texto complementa el de un compañero, en inglés, que hablaba de cómo son las apariencias en el trabajo en Reino Unido. Cómo se prejuzga a los empleados, jefes y clientes teniendo en cuenta sólo su aspecto externo y directo. Le ha pasado tras unos días en su nuevo trabajo, intentando apurar horarios para llevar a su hermana al colegio antes de ir al trabajo y no dejarla demasiado temprano, y así llegar al trabajo justo a tiempo. No ha habido preguntas. Sólo ha habido sanción y reprimenda, aún cumpliendo los horarios a rajatabla, por estar jugando al límite.
Somos especialistas en prejuzgar, en tener una falta de empatía absoluta ante los elementos invisibles, cuando deberíamos haber aprendido ya, hace muchos años, que prácticamente todos tenemos circunstancias que hacen que nos alejemos del estándar de máquinas de producir.
Somos humanos. Y esto es como en el amor: no podemos recibir lo que no damos.
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