Soy gran aficionado al ramen, unos fideos japoneses, desde hace muchos años. Y aficionado de los de verdad. Recuerdo que cuando estábamos encerrados en la Facultad en la época en la que protestábamos por aquella LOU, me llevé un hervidor de agua y unos cuantos cuencos de Nissin para ayudarnos a pasar la noche.
Aquella noche no le perdimos el gusto al ramen. Pero muchos de nosotros, recientes universitarios que todavía no llegábamos a la veintena, aprendimos mucho acerca de la democracia y cómo funcionaba. Entendimos que el poder no era, ni había sido, nunca del pueblo. Que todo era un engaño para que los de arriba, que siempre eran los mismos, pudieran repartírselo todo entre familiares y amigos. Bolonia no fue mucho mejor, pero eso es otra historia.
A lo que íbamos. En nuestra primera visita al Gourmet de la Plaza del Duque, la chica de la tienda nos recomendó los Kabuto. No es un ramen barato, pero es de calidad. Muy bueno, con mucha sustancia, y con contenido suficiente para utilizarlo para una cena para dos. Además tienen una de esas presentaciones que hacen que un friki se quede mirando, lo que hace que al menos los tengas en la mano, y de ahí a la cesta.
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